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Opinión | Marien Aristy Capitán

Septiembre comienza a decaer. Como el otoño, va dejando caer sus hojas para recordarnos dulcemente que la Navidad está cerca. Al pensar en ello, reparamos en lo extraño que sido este año. Cada día ha marcado un nuevo adiós: se han perdido las costumbres, la rutina y hasta la forma de expresar los afectos. Nada, absolutamente nada, ha quedado indemne.

 Por ello, duele pensar en diciembre. A estas alturas, cuando tal vez falta muy poco o demasiado, no podemos darnos el lujo de imaginar dónde ni cómo estaremos. Ya no se vale soñar, como antes, con ese viaje añorado durante todo el año o con la reunión familiar en la que todos nos fundíamos en abrazos y besos. Tocarse está prohibido y sentir es un pecado.

A estas alturas no existe la certeza. Don Covidio se la llevó, ¿acaso para siempre?, dejándonos demasiadas preguntas. ¿Será posible recuperar algo de lo perdido el próximo año? Esa es, tal vez, la mayor de las dudas. 

La incertidumbre nos llena porque lo único que tenemos claro es que no tenemos algo que esperar: hay que entregarse, dejarse ir como el viento, para ver dónde estaremos llegado el momento. Cada jornada nos encuentra, cual autómatas, dispuestos a hacer lo que traiga.

Hora a hora vamos llenando los días. Unas veces con alegría pero otros con quién sabe qué. Hoy es uno de los últimos. Honestamente, siento una especie de vacío extraño, una nostalgia rara, un algo que no sé definir con palabras. Es como si el sentimiento me tomara, para no dejarme caer, y me suspendiera en algodones que bailan.

No, no he bebido ni fumado nada. Solo me toma la música que mece mi alma. Esta vez es el pianista surcoreano Seong-Jin Cho que suena y me llena. El, que ocupa el espacio con su magia, me trae a Mozart con sus dejos perfectos. Al escucharlo, sublime, me transporto a aquellos conciertos del siglo XVIII en los que el mundo era muy distinto.

No es que me hubiese gustado estar allí. Yo, la verdad, no habría encajado en esa sociedad. Mi espíritu libre se habría marchitado en medio de los recelos y las imposiciones. Por ello, cuesta acostumbrarse a estos días acartonados en los que no podemos ir y venir a nuestro antojo: somos, salvando las distancias, como esas aves enjauladas que sueñan con irse a cualquier otro lugar.

Pese a ese sentimiento, tampoco es que nos podamos quejar. A pesar de que hemos "perdido" mil cosas, por todo lo que hemos ido dejando atrás, al final nos hemos despojado de lo innecesario: son días para vivir con lo que necesitamos. Esa es, quizá, la gran moraleja de este 2020: enseñarnos a ver el absurdo que nos rodeaba y nos hacía pensar que necesitábamos lo que está de más. 

Pensando en ello, el 2020 no habría estado mal si no hubiese sido en extremo cruel al llevarse a demasiados en muy poco tiempo. Pero Don Covidio, al final, nos ha enseñado a vivir. Se llevó de encuentro las metas, las certezas, las aspiraciones, las ansias, el afán de poseer y muchas otros absurdos. En su lugar ha dejado el aliento, la compañía y la alegría por la vida. Después de todo, lo único cierto es que nos toca bailar. 

PD. La foto es del cuadro "The Dreams", del pintor ruso Vladimir Ezhakov.

publicado del blog https://crucesdepapel.blogspot.com/2020/09/lo-unico-cierto-es-que-toca-bailar.html?spref=tw

con la autorización de la periodista Marien Aristy Capitán