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Opinión | TAHIRA VARGAS GARCÍA

Las relaciones de pareja están pautadas jurídicamente por nuestra Constitución en la que solo se permite la monogamia heterosexual. Otras prácticas de relaciones de pareja, matrimonio, uniones o formación de familias están excluidas de los preceptos constitucionales, lo que no excluye su presencia que es diversa y tiene raíces históricas profundas.

El ejercicio de la poligamia desde la masculinidad en nuestra sociedad nunca ha sido cuestionado públicamente, por el contrario está legitimada y normalizada. La existencia histórica de “amantes” “queridas” en muchos hombres de diferentes estratos sociales y con cargos políticos, legislativos y públicos no son objeto de investigación judicial. Varias familias paralelas formadas por un solo hombre con muchos/as hijos/as son muy frecuentes en la radiografía nacional.

El hombre no tiene una reputación “cuestionable” ante esta práctica, sino que por el contrario adquiere un mayor “puntaje” con respecto a su virilidad y su machismo. Las “amantes” y “queridas” son las que han sufrido y sufren el cuestionamiento social y el estigma que afecta su presencia en determinados círculos y actos sociales.

La mujer, históricamente excluida de los derechos sexuales y reproductivos por cientos de años, ha sido relegada a los roles reproductivos. El sexo no es para ella, sino para el marido y sirve como mecanismo de obtención de ingresos pues se busca un “marido que la mantenga”.

Así se ha perpetuado una relación entre sexo y transacción económica vinculada al matrimonio en la sociedad patriarcal. El matrimonio es parte de un sistema de regulación del sexo en el que los vínculos sexo-transacción económica aparentemente se diluyen, limitando la relación de la mujer con un solo hombre, pero el hombre puede tener acceso a varias mujeres, cada una de ellas a su vez reclama y demanda la retribución económica que le corresponde.

Nuestra sociedad , históricamente, ha legitimado esta lógica desigual entre hombre y mujer, exigiendo únicamente a la mujer que sea “seria” sinónimo cultural de la aceptación de estas normas, su cuerpo debe estar al servicio exclusivo de su “marido”.

Cuando la mujer se sale de esta norma y adopta prácticas múltiples de transacción económica a través del sexo carga con el estigma de “puta”, “cuero” o “prostituta” (trabajadora sexual) y una nueva categoría asociada a las anteriores, “chapeadora”.

Los favores sexuales que ofrece la chapeadora tienden a ser “confundidos” por el hombre que entiende que ella debe reducirse a ser “amante” desde normas monogámicas y no entrar en prácticas de múltiples servicios a otros hombres. De ahí que la chapeadora rompe con el patrón de “amante” porque ella también ejerce poligamia al igual que el hombre que se beneficia de sus favores sexuales.