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Opinión | Por Wooldy Edson Louidor, profesor e investigador del Instituto Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana

Esta pregunta “¿Qué está pasando en nuestra región?” se plantea cada vez con mayor pertinencia, en el contexto de las multitudinarias olas de protestas que venimos presenciando en los últimos meses en América Latina y el Caribe.

Del más “rico” al más “pobre”, nuestros países se han sacudido y, de paso, esos eventos deconstruyen muchas “representaciones” -no tan ciertas- a las que estamos acostumbrados acerca de dichos países. De allí el reto de pensar hoy nuestra región de América Latina y el Caribe.

“Vino nuevo en odres viejos” y “vino viejo en odres nuevos”

Ante este reto, cabe señalar dos actitudes bastante comunes que, de alguna manera, han predominado.

La primera -más “dogmática”- consiste en encerrarse en unas ideas cuadradas y de allí aplicar a diestra y siniestra algunas categorías ya trasnochadas (sacadas a menudo del repertorio del capitalismo neoliberal rancio o del socialismo y marxismo no renovado) a lo que está pasando en nuestra región. Por ejemplo, se habla de la “derechización” o de la “castrochavización” de algunos países o de nuestra región en su conjunto. Se trata pues de echar “vino viejo en odres nuevos”.

La segunda –más “contemporánea”- estriba en apelar a conceptos supuestamente novedosos que se utilizaron en otros lugares del mundo para proponer una lectura analógica de lo que está ocurriendo en una realidad histórica centenaria tan específica –de hecho, como todas las realidades sociales- como la de nuestra región. En este sentido, se habla de “Primavera latinoamericana” o de “América Latina medio-orientizada”. Se trata, a diferencia de la primera actitud, de echar “vino nuevo en odres viejos”.  

Sin embargo, ambas actitudes no logran comprender que estas olas de protestas son la gota que hace rebotar el vino en nuestro subcontinente. De sur a norte. Del más “rico” al más “pobre”. Del alumno más exitoso del “neoliberalismo” al promotor más férreo del “socialismo del siglo XXI”.

El vino de estas protestas que se derrama hoy en nuestra región se viene fermentando a lo largo de décadas y siglos. Es un vino a la vez añejo y nuevo; por eso, toca fabricar “odres especiales” para él.

El vino se derramó en nuestra región

Empecemos con Chile, cuya economía es considerada una de las más “sólidas” de la región. Allí los chilenos vienen protestando paradójicamente en gran número para pedir equidad social, entre otras reivindicaciones, y para exigir nuevas reglas de juego socioeconómicas y constitucionales.

Es como si el supuesto “éxito” de Chile no fuera –en el fondo- sino el fracaso real de sus clases media y baja, cuyo papel en el proyecto neoliberal ha consistido en “perder”, como lo diría nuestro Eduardo Galeano, mientras que las clases pudientes siguen “ganando”.

Aprendimos de estas protestas que la tal riqueza chilena es un simulacro que disimula un sistema profundamente desigual en lo social.

En Haití, calificado como el país más “pobre” del hemisferio, el pueblo exige tumbar el “sistema”, que enriquece a dirigentes corruptos, mientras que empobrece a las mayorías; mientras tanto, los países “amigos” de la comunidad internacional quieren seguir manteniendo y encerrando a esta nación valiente (la primera de nuestra región) en su puesto de “pobretón”, “mendigo invasor”, “hambriento”.

Es como si los llamados “pobres haitianos” no fueran -en realidad- sino unos “empobrecidos” a quienes, con un mejor reparto y uso (sin corrupción) de los recursos nacionales, se les podría sacar de la miseria.

Aprendimos de estas protestas que la tal pobreza haitiana es una farsa que encubre una política nacional fratricida y un orden internacional racista y sostenido por países ex colonialistas, a los que les encanta señalar ad nauseam que la primera república negra del mundo es un fracaso rotundo. 

En Ecuador, el país profundo, en particular el de los indígenas y de los obreros, surgió una vez más para decir su palabra centenaria y combativa -nada más ni nada menos que- en la capital Quito.

Es como si las fuerzas vivas de la nación no fueran las que están armadas hasta los dientes, sino las que salen de sus comunidades y barrios excluidos para exigir que no se silencie más su palabra -a punta de represión y de “estado de excepción”- y que ésta deba pesar en la balanza del futuro del país.

Aprendimos de estas protestas que el tal desorden que se vivió en el marco del paro en Ecuador es resultado de la necedad de quienes defienden el gran capital vendiendo los recursos del país al mejor postor, sin querer escuchar la palabra de quienes sufren en el día a día de estas medidas drásticas.      

En Bolivia se reedita una vez más la guerra de la Conquista, con sus mismas barbaries y resistencias, con sus mismas justificaciones “cristianas” y contra-discursos considerados “satánicos”.

Es como si, más allá de los eventos políticos puntuales que ocurrieron allí, se evidenciara cierto intento violento de volver a poner al “indio” en su lugar.

Aprendimos de estas protestas que la tal democracia boliviana que se quiere restablecer es una máscara que esconde un proyecto neocolonial en contra de la mayoría indígena, a la que se quiere convertir en minoría (social y de edad).       

En Venezuela, las voces de sindicalistas, académicos iconoclastas y habitantes de barrios y comunidades indígenas –que no apoyan a ninguno de los dos bandos en conflicto- no han podido hasta ahora contribuir a la polifonía nacional; por culpa de las etiquetas (tales como “proyanquis”, “derecha”, “socialista”, “capitalista”), con las que los políticos de este país se acusan y denigran unos a otros y a las que cierta prensa internacional hegemónica ha hecho eco en su forma de narrar la tragedia venezolana.

Es como si el mejor proyecto de nación que puede tener un país no fuera necesariamente el que tiene una etiqueta ideológica u otra, sino el que se hace con todas las voces -incluyendo las disidentes y las no alineadas con ninguna ideología- con miras a hacer la vida lo más vivible posible para todas y todos.

Aprendimos de estas resistencias que la tal guerra económica, con que amenaza el gran vecino del Norte y que denuncian los detentores del poder “bolivarianos”, es un espejismo que desvía la atención del heroismo de millones de venezolanos que luchan en Venezuela por un país donde se pueda vivir.

En Colombia, la polifonía se ha hecho música, silenciando el ruido de las armas y la cacofonía de discursos políticos y de medios de comunicación. Lo político vuelve a cobrar su significado profundo, a saber (tal como lo explicó la filósofa Hannah Arendt), “estar juntos los unos con los otros” y, con base en este estar juntos, cantar, bailar, hablar, dialogar, conversar y así ir tejiendo otro país posible.

Es como si el fantasma del regreso a la violencia –fantasma que se invoca a diestra y siniestra- sirviera para estigmatizar y contrarrestar los nuevos lenguajes y gramáticas de resistencia y re-existencia que se articulan por fuera de la política tradicional y de los discursos bélicos del conflicto armado.

Aprendimos de estas protestas que la violencia es una cortina de humo que encubre las causas profundas de la desigualdad, la exclusión y el desarraigo.

Aprender a decriptar la nueva historia que se está escribiendo

En conclusión, todas estas protestas nos dejan muchas preguntas, entre otras: ¿Qué es un país pobre?, ¿un país rico?, ¿un país democrático?, ¿un país civilizado?, ¿un país desarrollado?, ¿un país en paz?, ¿un país libre y auto-determinado?, ¿un país exitoso?, ¿un país fallido?...

Todo parece indicar que, por medio de esas protestas, nuestros pueblos están intentando re-escribir su propia historia. ¿Se estaría anunciando una nueva región de América Latina y del Caribe más incluyente, equitativa, democrática, soberana, solidaria, hospitalaria y en paz? Estemos pues atentos a esta historia, que se está escribiendo y que nos toca leer y decriptar con “odres conceptuales” que estén a la altura de su compleja textura a la vez estructural y coyuntural. Tal como un vino a la vez añejo y nuevo.