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Opinión | Por Wooldy Edson Louidor, profesor e investigador del Instituto Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana

Haití está en plena ebullición social. Con esta nueva fase bastante inédita de nuestra historia -más allá de la espectacularización mediática-, poco a poco se va entendiendo que el problema de este país tan estigmatizado es también (y sobre todo) político.

Se trata históricamente de unas élites -muy apoyadas por poderosas fuerzas internacionales – que se han dedicado a “empobrecer” a las mayorías y a humillarlas manteniéndolas en la miseria, la fealdad, la indignidad.

Las batallas de este “pueblo”, que han sido fantásticas a través de la historia, nunca han culminado con un cambio profundo en el sentido de una mejora de sus condiciones de vida.

Como consecuencia de ello, la historia de Haití ha sido una mixtura de tragedia (colonización francesa, intervención americana y dictadura duvalierista), epopeya (revolución, resistencia antiamericana y derrocamiento/”dechoukay”) y comedia: esas victorias fueron -en sus respectivos momentos- cooptadas por las mismas élites y estos países  que se ríeron del pueblo haitiano. Haití es como Sísifo.

Visiones falsas

Frente a ello, algunos dicen que este pueblo está condenado por Dios e incluso por la naturaleza. Somos malditos pues. Al escuchar eso, me da pena ajena.

Otros sugieren que debemos dejar de lado nuestra “gloriosa” historia para partir de cero. Pecamos por soberbia. La “hybris” haitiana. Ahora sí, me da risa.

Unos más creen con fatalidad que no tenemos remedio. Nada que hacer. “Ya se jodió la vaina.” Me da gusto escucharlo porque es exactamente el problema actual de todas las víctimas del neoliberalismo y del actual orden injusto del mundo. El pueblo haitiano es parte de estas humanidades sufrientes, a las que se les niega la esperanza.

Cierta visión “caritativa” se ha dedicado a “humanitarizar” y “miserabilizar” la problemática de Haití, encerrando a este en una supuesta esencia de “país pobre que ha estado en una crisis humanitaria”. Frente a esta visión: si estoy cansado, me callo; pero, si estoy de mal humor, me preparo a que me digan -después de dar mi punto de vista- que soy un mamerto. Porque empiezo por denunciar que esta visión apolítica y ahistórica sobre Haití les conviene a ciertas personas y sectores que no prefieren mirar la realidad de un país cuya pobreza ha sido producida y reproducida (con ayuda de los mismos haitianos) a través de mecanismos bien pensados y perfectamente ejecutados. Que el colonialismo sigue vivito y coleando.

Un contexto que provoca muchas reflexiones

Este contexto que vive hoy Haití supera algo simplemente coyuntural. Da que pensar.

Lo que empezó con una “eterna” crisis entre quienes tienen el poder (los partidarios del presidente anterior Michel Martely y el actual, Jovenel Moise -los tèt kale-) y la oposición se fue convirtiendo en un vasto movimiento social, articulado en torno a la lucha contra la corrupción y contra –dicen los haitianos- el “sistema”.

Entendiendo por esta palabra rebuscada “sistema” el conjunto de viejas prácticas políticas (de la clase política tradicional) que han llevado a un pueblo tan trabajador y digno a un mayor empobrecimiento, a la desesperación, a la falta de alternativas, a la humillación ante otros países, a la migración forzada.

La corrupción es la piedra angular de este sistema, así como la entrega servil de la soberanía política a los países influyentes.

La nueva generación haitiana, que usa las redes sociales y tiene una visión política radical (por ejemplo, la desconfianza total frente a los partidos políticos y al modo tradicional de hacer política), exigió un informe exhaustivo de cómo se gestionaron los fondos del Petrocaribe que fueron entregados a Haití en el marco de un acuerdo con el gobierno venezolano. Fondos que debieran ser utilizados para el beneficio del pueblo haitiano.

Muchas protestas se realizaron para que por fin la Corte Superior de Cuentas de la República de Haití se animara a adelantar este informe. El terror, el miedo, todo tipo de presiones, chantajes, mentiras… el actual régimen haitiano usó todos los medios para impedir, banalizar, descalificar, cooptar, hacer subterfugios.

Ganaron los jóvenes: se publicó el informe, que dejó claro que el actual presidente Jovenel Moise participó en el “gran robo del siglo” en Haití. Por lo que se le pide que renuncie inmediata e incondicionalmente para que enfrente la justicia del país.

Me parece que de allí se puede ver por ejemplo:

1. Que uno de los problemas fundamentales del país no es primeramente ni la pobreza ni la violencia (que son más bien consecuencias de ello), sino la despreocupación, la insensibilidad y la inconsciencia de nuestras élites –como actitudes históricamente adoptadas por ellas- frente a las execrables condiciones de vida de los de abajo, totalmente excluidos, marginados y desarraigados también de manera histórica. La independencia de 1804 cambió muy poco a favor del pueblo recién liberado, ya que estas mismas élites complotaron para matar al primer presidente haitiano, el fundador de la nación, Dessalines, quien (de los pocos, si no el único) quiso cambiar profundamente el sistema de propiedad y distribución de la tierra a partir de un nuevo punto de partida radical-postcolonial: planteó una reforma agraria en la que nadie podría reclamar como suya (por ser hijo de los blancos franceses) ninguna propiedad dejada por los colonizadores;

2. Que la desgracia del país haitiano se debe en gran parte a nosotros mismos, los haitianos, pero que no somos los únicos responsables de ello; en las últimas décadas, nuestros peores presidentes –incluido este último- han sido fuertemente apoyados por los Estados Unidos, Francia y –en menor medida- Canadá-. Incluso, desde que ocurrió el terremoto en Haití el 12 de enero de 2010, los haitianos han ido perdiendo de manera muy acelerada el control de su país. Es muy aleccionador el documental titulado “Fatal assistance” de Raoul Peck (2013) para comprender cómo se utilizaron los dispositivos discursivos, políticos, institucionales de la ayuda humanitaria, el “capitalismo del desastre” e incluso de la reconstrucción para someter a un pueblo ya de por sí sufriente: fue como, decimos en Colombia, “caerle al caído”;

3. Que todavía tenemos instituciones serias, profesionales, incólumes, transparentes, éticas y valientes en el Estado haitiano (que se considera “fallido”). Por ejemplo, la Corte Superior de Cuentas de la República de Haití hizo dos informes en los que mostró con profesionalismo cómo estos políticos (el mismísimo presidente, su esposa y otras personas cercanas a ambos) se robaron los fondos de Petrocaribe;

4. Que tenemos una juventud activa, preocupada por sacar adelante su país (y no simplemente por salir adelante cada uno y una, de manera individual), con ganas de luchar colectivamente para crear mejores condiciones de vida en su propio país y así poder quedarse en su tierra sin verse obligados a migrar;

5. Que las y los haitianos están viendo al final de este largo túnel una pequeña luz de esperanza en/para su país y no quieren que esta se apague: están aferrados a ella;

6. Que una enésima vez entendemos y damos a entender a todas y todos que nuestra vocación como pueblo es la libertad y que no necesitamos recibir ni órdenes ni el visto bueno de nadie para dirigir nuestro país. Allí hay una lección de dignidad, libertad y valentía que no se quiere negociar;

7. Que es posible volver a la escena geopolítica del mundo para saber con cuáles países queremos tener relaciones de amistad, pactar acuerdos de cooperación, establecer intercambios y acuerdos bilaterales/multilaterales;

8. Que todavía sigue latiendo la dignidad en nuestros corazones, en nuestro andar histórico.

Claro está que el contexto actual de Haití es complicado: por un lado, un presidente sin legitimidad, pero fuertemente apoyado por los países poderosos en Haití; por el otro, un pueblo que está dispuesto a quemar este país (con el pueblo haitiano no se juega) para derrocar al jefe de estado y desobedecer los dictados de dichos países hegemónicos.

Nadie sabe cuándo se va a acabar este “tire y afloje” mortal que hundirá cada día más el país en la miseria, la violencia, la desesperación, la muerte. Estamos viviendo una hora trágica.

Entre las pocas instituciones haitianas que todavía pueden decir una palabra legítima y con autoridad, figura la iglesia católica que, al parecer, está en el proceso de recuperar su voz profética.

Las universidades no se han hecho sentir, los estudiantes son quienes dan la cara y la vida.

Son pocos los periodistas que no son aún vendidos y esos pocos son seriamente amenazados por los poderosos poderes fácticos (valga la redundancia).

Los artistas y literatos, en medio de la precariedad, nos siguen inspirando y acompañando con destellos esperanzadores e iluminadores de sus imaginarios y sus bellas obras: textos, música, textos, cuadros, etc. La resistencia en Haití siempre ha tenido un lado artístico, pero se ha querido ver en ella solamente la violencia.

Muy pocos políticos tienen algo de decencia y estos muy pocos están cansados de enfrentar una máquina poderosa que mueve millones de dólares americanos, maneja a grupos mercenarios casi paramilitares y es apoyado por los influyentes países que están detrás de la actual administración haitiana.

Quienes estamos en la diáspora, miramos de lejos, sufrimos de cerca, apoyamos desde la extraterritorialidad, ejercemos la ciudadanía de manera transnacional, ya que este último movimiento cívico haitiano se ha generado y fortalecido también desde las redes sociales y desde los múltiples lugares de la haitianidad: Canadá, Estados Unidos, Francia, República Dominicana y países de Europa, entre otros.

Lo último que muere es la esperanza.