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Opinión | Por Gisell Rubiera Vargas, M.A.
Recientemente tuve la oportunidad de participar en un curso sobre “Consejera de lactancia”. Este curso tiene un objetivo claro y hermoso: preparar a un grupo de madres para desarrollar habilidades de comunicación que les permitan conversar con mujeres embarazadas, madres lactantes y colegas de trabajo, con el fin de acompañarlas, apoyarlas y motivarlas en la práctica de la lactancia. En principio, podría parecer que hablar sobre los beneficios de la lactancia materna es algo sencillo. Hay suficiente información médica y emocional para respaldar su importancia. Pero pronto entendí que el desafío no está solo en lo que decimos, sino en cómo lo decimos. La forma en que nos comunicamos puede ser determinante: puede abrir o cerrar puertas, puede calmar miedos o reforzarlos, puede motivar o hacer desistir.

Uno de los puntos que más me marcó fue cuando la instructora insistía en la necesidad de comunicarnos con empatía. De permitir que la madre hable, que exprese su realidad sin sentir que la estamos juzgando, corrigiendo o minimizando. Y este simple principio me llevó a una reflexión mucho más amplia: ¿qué tan a menudo, en la vida cotidiana, atropellamos a los demás cuando intentan hablarnos?

La mayoría de las veces, no lo hacemos con mala intención. Pero hemos normalizado interrumpir, comparar, aconsejar sin escuchar, dar respuestas antes de comprender la pregunta. Alguien se acerca a contarnos una situación difícil, y nuestra respuesta automática es “yo también pasé por eso”, “deberías hacer esto”, o incluso “no es para tanto”. Sin darnos cuenta, colocamos nuestra experiencia por encima de la suya, y con ello levantamos un muro que impide una verdadera conexión.

Y es que escuchar sin atropellar se ha vuelto casi un acto de rebeldía en estos tiempos. Vivimos en una sociedad donde hablar fuerte, rápido y con seguridad parece valer más que escuchar con atención y compasión. Donde validar lo que el otro siente se confunde con debilidad o complacencia. Donde el silencio incómodo, necesario para que el otro se exprese, se llena enseguida con opiniones no solicitadas.

Pero la escucha verdadera —esa que no atropella, no compara, no interrumpe— es transformadora. Es sanadora. No necesita grandes palabras, solo presencia. Aplicarlo en un encuentro con una madre que duda si puede o no amamantar es poderoso. Pero aplicarlo en la vida diaria lo es aún más.

Porque todos, en algún momento, necesitamos ser escuchados. Sin correcciones, sin juicios, sin prisa. Escuchar así es un regalo que damos, pero también una necesidad que todos compartimos. Padres con hijos. Hijos con padres. Parejas. Amigos. Compañeros de trabajo. Todos necesitamos ese espacio donde podamos decir: “esto me pasa” y sentir que no estamos solos.

En tiempos donde las redes están llenas de ruido, donde todos opinan pero pocos se detienen a comprender, aprender a escuchar sin atropellar es casi un acto revolucionario.

Y quizá, solo quizá, lo que muchas personas necesitan —más que una solución, más que un consejo— es alguien que las escuche de verdad.

El mundo se llena de sentido cuando dejamos que los demás hablen, cuando validamos sus emociones, cuando nos hacemos a un lado para darles espacio. Quizás eso, tan simple y tan profundo, es lo que más falta nos hace hoy.