Contáctenos Quiénes somos
Narrativas de hospitalidad y desarraigo… | Por Wooldy Edson Louidor, profesor e investigador del Instituto Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana

Bogotá, 12 de enero de 2017.  Un terremoto no es más que un movimiento de la tierra, pero que, al encontrar vulnerabilidad social, económica y política (entre otros factores), provoca catástrofes humanas que hieren, matan, destruyen visible e invisiblemente y que, paradójicamente, ofrecen también oportunidades para un nuevo comienzo.

En el caso de Haití que sufrió, el pasado 12 de enero de 2010 (hace exactamente 7 años), del terremoto más mortal en este nuevo siglo XXI, matando a 300 mil personas aproximadamente, una de las consecuencias invisibles de esta tragedia para los haitianos ha sido la pérdida del lugar.

Dormimos, nos levantamos, desayunamos, vamos a trabajar o descansamos y así sucesivamente se va desarrollando el día, con sus alegrías y sus penas. Todas estas actividades cotidianas tienen lugar en un lugar o en varios lugares (valga la redundancia), por ejemplo, en un barrio, una ciudad, un país, etc., donde tenemos los pies en la tierra.

¿Qué pasa cuando se mueve la tierra y, con ella, nuestro “punto arquimédico”? Nos quedamos literalmente sin lugar. Es parte del drama que vivieron muchos haitianos tras el terremoto: convertirse en unos “sin lugar”.

Un lugar señala, antes que todo, la pertenencia afectiva a un “nosotros” geográfico, afectivo y existencial. Al derrumbarse las casas, los edificios y otros referentes arquitectónicos, simbólicos, históricos, espirituales y espaciales (templos, escuelas, etc.), los haitianos –principalmente quienes fueron afectados por el terremoto- se hallaron completamente desubicados, desorientados y desarraigados.

Vale subrayar que los símbolos más importantes de Haití fueron destruidos por el terremoto: la mismísima capital Puerto Príncipe, la principal Catedral del país, el Palacio presidencial y otros edificios emblemáticos e históricos del Estado, etc.

Para quienes somos de este país, era imposible para nosotros imaginarnos cómo se había quedado nuestra tierra natal tras el terremoto. Haití se convertía para nosotros en un conglomerado de “no lugares”, simbolizados en las montañas de escombros que se apilaban en cada rincón y debajo de los cuales sabíamos a ciencia cierta (y con impotencia) que aún seguían yaciendo allí los cuerpos de nuestros seres queridos.

Esta geografía del horror y del dolor nos daba a entender que nuestra historia se había fracturado, nuestra existencia como pueblo se había reducido a la nada, nuestro futuro se había esfumado, el “nosotros” se había roto, nuestros hogares no eran más que tiendas de campaña impersonales, sin calidez (humana) y en las que el tiempo “pasa sin pasar”.

El terremoto quebrantó nuestra afectividad colectiva, retó nuestro sentido de pertenencia, sacudió los pilares de nuestra identidad, cuestionó nuestras luchas fratricidas, interrogó nuestra indiferencia ciudadana.

El terremoto nos dio una lección de civismo, dejando claro que somos un pueblo. Al mover la tierra de una manera tan violenta, nos hizo ver que teníamos un lugar (común) que se llama Haití.

Un lugar que es un “nosotros”, evidentemente lleno de contradicciones, conflictos, ambivalencias.

Un lugar que necesitamos, ricos y pobres, académicos y analfabetas, gobernantes y gobernados, para existir como haitianos, como seres humanos.

Un lugar evidencia también el plexo de posibilidades que un ciudadano o un ser haitiano tiene para reclamar y defender derechos e inclusión.

Si bien la democracia en Haití ha sido hasta ahora una utopía, atacada por algunos dirigentes y por presuntos países amigos de Haití y defendida hasta la muerte y el exilio (otra forma de muerte) por ciudadanas y ciudadanos valientes; sin embargo, el terremoto nos hizo ver que los ciudadanos necesitamos interlocutores en el Estado para reivindicar, exigir e incluso para denunciar y pelear.

En este escenario de ausencia de Estado tras el terremoto, paradójicamente los ciudadanos haitianos pedían la presencia de sus dirigentes (animándolos) y su protagonismo en las labores de emergencia y reconstrucción. Estábamos contentos de la llegada de la solidaridad internacional, pero queríamos que nuestros dirigentes coordinaran la emergencia y la reconstrucción del país.

Tal como lo señalé en mi artículo anterior, los ciudadanos haitianos presentaban ideas y propuestas, se ofrecían para apoyar a su Estado. Vieron una gran oportunidad para reconstruir un país por, para y con todos y todas; para, por fin, convertir a Haití en el lugar y el hogar de todos y todas, sin excepción. Para recuperar la libertad. Para recobrar la dignidad. Para fortalecernos con la unión.

Al ver que se les negaba un lugar, ya no por el terremoto sino por las decisiones posteriores de sus dirigentes, de varios sectores poderosos de la comunidad internacional y de varias organizaciones no gubernamentales (que los excluían sistemáticamente de los planes y proyectos de emergencia y reconstrucción de Haití), los haitianos fueron perdiendo la esperanza.

La lucha por el poder en la clase política de Haití y en el seno de la misma comunidad internacional (en torno al papel de los países más poderosos en la reconstrucción del país), la defensa de intereses mezquinos por encima de la vida, la búsqueda del lucro en detrimento de la solidaridad y el neocolonialismo en todas sus formas (ser, poder y saber) le ganaron a la esperanza y nos arrebataron una vez más la posibilidad de construir un lugar, después de más de 200 años de existencia y lucha de un pueblo valiente en condiciones siempre adversas, dentro y fuera del territorio nacional.

 

La conmemoración del séptimo aniversario del terremoto en Haití debería llevarnos a todos y todas (haitianos, latinoamericanos, americanos, seres humanos), dentro y fuera del país, a la reflexión sobre lo que hemos hecho (también lo que no hemos hecho y lo que vamos a hacer) con este pueblo, cuyos hijos e hijas se han visto cada vez más obligados a buscar un lugar fuera de su territorio y allende sus fronteras geográficas: por tierra, mar y aire.