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Narrativas de hospitalidad y desarraigo… | Por Wooldy Edson Louidor, profesor e investigador del Instituto Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana

Bogotá, 11 de enero de 2017.  Los estragos provocados por el terremoto que devastó gran parte de Haití el 12 de enero de 2010 dejaron claro que este país afrocaribeño no es simplemente el pedazo de una pequeña isla (que figura entre “los países más pobres del mundo”), sino un sueño que acarician muchos haitianos y haitianas. Sueño por el que varios hijos e hijas de este país fueron asesinados, exiliados y humillados. Sueño que no dejan de soñar: escritores, intelectuales, activistas de derechos humanos, periodistas, líderes campesinos, negros del continente americano y del mundo entero, así como conocedores de la historia de este gran pequeño país.

Vivir en el Haití post-terremoto era oscilar entre la crudeza de la realidad de un país destruido y la emergencia de la utopía de reconstruir una nueva sociedad libre de la pobreza, democrática, independiente, justa y fraterna. De todos lados emergían iniciativas y propuestas articuladas por ciudadanos haitianos dentro y fuera del país para contribuir, desde sus capacidades y experticias, al diseño de un plan de reconstrucción nacional.  

Una vez más, se concretó la idea de que Haití no se acaba ni en una isla ni en el hoy: traspasa las fronteras temporales y espaciales. Se encuentra en Miami, Nueva York, Quebec, Santo Domingo, México, Bogotá, París, etc. Hubo un impulso transnacional por devolver la dignidad al pueblo damnificado, cuya historia es una referencia para la independencia de los pueblos, los derechos humanos, la dignidad. Los haitianos, experimentamos el mismo sentimiento que habíamos vivenciado después del derrocamiento de la dictadura de los Duvalier el 7 de febrero de 1986: el orgullo de pertenecer a Haití y de trabajar por construirlo desde abajo.  

Varios movimientos campesinos, obreros, feministas, artistas, religiosos, comerciantes y defensores de derechos humanos en Haití, colectivos de profesionales en el exterior, ciudadanas y ciudadanos de “a pie” y la diáspora haitiana en su conjunto expresaron de una manera u otra su voluntad de participar en la reconstrucción de su país. Se organizaron de distintas maneras para afinar sus propuestas. Esperaban solamente luz verde por parte de las autoridades haitianas para hacer sus respectivos aportes.

Las reuniones (participé en las que fueron organizadas por la Célula de Reflexión y Acción Nacional –CRAN) estuvieron muy animadas: académicos, activistas sociales, estudiantes, religiosos, todos aportaban apasionadamente sus ideas por la construcción de un nuevo Haití. De estos intercambios brotaron varios documentos de propuestas muy valiosas, orientadas a la elaboración de un plan de reconstrucción de Haití.

Por otro lado, en varias zonas de Puerto Príncipe, Leôgane, Petit-Goâve y otros lugares afectados por la catástrofe, las personas se organizaron en los campamentos y los barrios para buscar y distribuir ayuda de emergencia a las familias. Si bien los principales medios extranjeros se fijaron más en algunos disturbios aislados, registrados con ocasión de la distribución de kits de alimentos y otros productos (debido en gran parte a la manera cómo se entregaron las ayudas, por ejemplo, tirar la comida a la gente, en vez de entregarla a la gente organizada en fila), es importante rescatar la incansable labor de jóvenes voluntarios y líderes espontáneos haitianos quienes se dedicaron a organizar a “su gente” para que nadie se quedara con hambre.

El papel de las mujeres haitianas fue sobresaliente. Acostumbradas a “buscar la vida”, ellas mostraron una vez más su gran capacidad para hacer brotar vida, para resistir, para organizar, para dirigir. Estuvieron al frente de todas las subcomisiones que se crearon en los campamentos para coordinar los aspectos importantes de la vida en estos lugares improvisados: alimentación, salud, limpieza, educación, seguridad, etc. 

Por el otro lado, el abandonado campo haitiano recibió decenas de miles de damnificados del terremoto, quienes huyeron de una capital Puerto Príncipe en ruinas para buscar la vida y la esperanza en el “país de afuera” (como se acostumbra en Haití a llamar el campo). Los históricamente excluidos acogían a los desplazados.

 

Este pueblo se movía desde todos los frentes: la reflexión y la acción, dentro y fuera del territorio nacional, la realidad y el sueño, el liderazgo personal y la organización comunitaria. Haití era un sueño que reapareció tras el terremoto, en medio de la tragedia. Un sueño que duró poco, pero que evidencia que siempre ha estado allí: en el alma de este pueblo, en el corazón de cada uno de sus hijos e hijas, en las profundidades de la historia.